¿Qué hacemos con la masculinidad (en la economía)?

Historias Económicas
16 min readNov 1, 2020

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*Por Samantha Vaccari

Permítanme comenzar este texto dejando bien en claro, desde el principio, que gran parte del contenido que desarrollo hoy aquí es fruto del trabajo de otrxs. El mérito de este texto (si es que tiene alguno) es y será, el de haber tomado, y reproducido, las palabras correctas.

Hace tiempo que los feminismos irrumpieron en las calles, en la política, en los canales de televisión, en las universidades, y en mi cabeza. Hace años que algunos varones acordaron que el pañuelo verde, y el cupo eran una buena idea. Que la violencia tiene múltiples formas, que no es no y que aquello que llaman amor es trabajo no pago. Sin embargo, cada vez que cambio de canal, veo que nos siguen asesinando. Leo que somos las más afectadas por el desempleo y que la brecha salarial no disminuye. Que la pobreza también nos mata. Que el aborto sigue siendo ilegal y las últimas no serán las primeras.

Hace tiempo que los feminismos irrumpieron en la mayoría de los debates. Y también es cierto que, desde hace varias décadas, los análisis en torno a las masculinidades y la producción del conocimiento no deja de crecer. Intentaré, entonces -y admito que, de forma precaria- llevarlos al ámbito de la economía, con el objetivo de repensar nuestra disciplina a partir de ellos.

¿De qué hablamos cuando hablamos de masculinidades?

Jokin Azpiazu Carballo, autor de “Masculinidades y feminismos” cuenta en el primer capítulo del libro que su acercamiento al feminismo comenzó en su pueblo natal. En Ermua, un pueblo del País Vasco caracterizado por su movimiento popular, y la combinación de grupos y colectivos con una importante tradición asamblearia, el feminismo siempre estuvo presente. Así, los jóvenes que como Jokin empezaban a participar políticamente en colectivos juveniles y culturales, compartían espacio con militantes feministas. De hecho, en el centro social que utilizaban, a veces se organizaban actividades solo para mujeres, y en espacios cercanos ocurrieron agresiones que llevaron a Jokin (y otros integrantes) a pensar lo siguiente: los hombres generábamos espacios de socialización en los que nuestras compañeras y amigas no se sentían a gusto.

Aquella conclusión incómoda, fue el punto de partida de una serie de discusiones que atravesaron, desde entonces, toda su vida. Para Aspiazu, mientras que las primeras investigaciones sobre masculinidades partían de marcos teóricos de distintos signos (desde el feminismo liberal, hasta el marxismo, e incluso el feminismo queer), con el tiempo fueron desplazándose hacia marcos propios y la creación y consolidación de los “estudios sobre masculinidades”. De esta manera, se produjo una suerte de alejamiento de aquellas perspectivas que ponían el acento en las relaciones de poder y la subjetividad, hacia enfoques de tipo autorreferencial que muchas veces no consiguen identificar que la identidad es un proceso que nos otorga una posición de poder. ¿Y qué está pasando con esa posición? ¿Cómo la están (estamos) utilizando? Un ejemplo que puede aclarar esta situación es la relación de los varones con los trabajos domésticos y las tareas de cuidado. De un tiempo a esta parte, podríamos pensar que los hombres han empezado a involucrarse en este tipo de actividades. Pero, algo que destaca Amelia Barquín, Doctora en Filología Hispánica, es que las labores de cuidados de lxs niñxs que implican “suciedad” (cortar las uñas, sacar los piojos, etc.) a menudo continúan siendo una tarea exclusiva de las madres. Desde el último enfoque, centrado en la identidad masculina, podría decirse que “el cambio” en los hombres es un hecho dado y que su evolución es indiscutible. Pero, tomando el argumento de Barquín, esta transformación de la identidad no conlleva necesariamente una modificación en el desequilibrio de poder entre hombres y mujeres.

No obstante, y sin contradecir el debate anterior, decir que los estudios sobre las masculinidades eluden la temática del poder no sería cierto. La masculinidad (el ser hombre) no es una y única, sino que está estructurada en una jerarquía interna de poder. Y dentro de esta jerarquía de poder, con distintos tipos de masculinidades, la masculinidad hegemónica (aquella que se establece de manera invisible e imperceptible como medida de lo normal), es la que define “el modelo” a seguir. Y si bien no es fácilmente alcanzable, se convierte en una identidad genérica que reproducir y defender: quien es hombre y encarna una masculinidad hegemónica deberá, de diferentes maneras y en distintos contextos, demostrar su posición y luchar para que no le sea arrebatada.

Es esta jerarquía, la que desprestigia, castiga y ejerce violencia contra otras masculinidades que no logran encajar en el modelo. La pregunta es, entonces, ¿cuál es el modelo que entendemos como hegemónico? Si bien durante mucho tiempo la tendencia ha sido pensar en un modelo desagradable, de hombres que buscan ejercer su superioridad sobre otros, que se basan en la violencia para imponer sus deseos y necesidades, que desprecian las emociones, son homófobos y transfobicos, y mantienen un comportamiento primitivo en cuanto a su accionar con las mujeres (caza, recolección y acumulación), se podría discutir que este modelo se encuentra en decadencia. Este tipo de masculinidad, deja de ser hegemónica, en tanto y en cuanto no sólo no dan prestigio social, sino que lo restan. Y si bien hegemónico no significa mayoritario, en opinión del autor que mencionamos anteriormente, es probable que hoy por hoy nos encontremos más cerca de un patrón de hombre bueno y sensible, que respeta a las mujeres sin por ello perder nunca el control de la situación (si esto último te recuerda a tu ex, no es coincidencia). Es esta nueva masculinidad la que marca el camino de lo admisible y lo deseable.

Por supuesto que ambos modelos entran en contradicción y se enfrentan en numerosos espacios. ¿Cuántos son los canales de televisión que reproducen un discurso condenatorio sobre la violencia de género, y exaltan el respeto al diálogo, al mismo tiempo que invitan a Javier Milei a sus programas? ¿Y qué modelos de mujeres (satisfactorios ante la mirada masculina) nos imponen a través de las pantallas? ¿A cuántos cuerpos no hegemónicos estamos acostumbrados? ¿A cuántas personas negras, descendientes de pueblos originarios, trans y travas hemos podido escuchar a lo largo de los años? Como dice Julieta Greco en un ensayo de Revista Anfibia: es cierto que en los principales canales de noticias hay dos o tres periodistas plus size: ¡pero son rubias y de ojos celestes! Las representaciones de las masculinidades y feminidades que se nos presentan a diario han variado a nivel estético, pero, y citando una vez más a Aspiazu: se siguen manteniendo los valores patriarcales en lo que respecta a la dominación, el protagonismo, la sexualidad o la competitividad.

Me gustaría terminar este apartado con una anécdota que se describe en el libro y que resulta sumamente ilustrativa. Cuenta el autor, que en su época, los chicos se apoderaban del patio del colegio para jugar al fútbol sin pedir perdón ni permiso. El patio era para jugar a la pelota, y quien estuviera en desacuerdo podía sufrir un pelotazo. Años más tarde, al encontrarse con un antiguo profesor del colegio este le contó que las cosas habían cambiado. Ahora, cuando los chicos ingresaban al patio, les explicaban amablemente a las chicas de su clase que, mientras ellas podían realizar sus actividades lúdicas en otros espacios, ellos tan solo contaban con ese para jugar al fútbol, aunque les permitían jugar si así lo querían. A diferencia del pasado, se abría la posibilidad del diálogo.

Y reflexionaba Jokin, a partir de esto:

[…] me parece pertinente preguntarnos en cuántos espacios los hombres seguimos llegando a los mismos lugares, a veces desde caminos conocidos, otras explorando caminos nuevos, para llegar a la misma posición. Seguimos siendo amos y señores de espacios materiales y simbólicos a los que, de vez en cuando, invitamos a quienes se quedan fuera: un poquito a las mujeres, algún gay, las lesbianas si las adivinamos…; avances que son, a la transformación feminista, lo que los anuncios de Benetton a la igualdad racial. Pero el terreno de juego es nuestro. ¿[…] cuánto de lo que antes era aceptable en las relaciones de dominación y de poder ha cambiado realmente? ¿Cuánto se mantiene, pero simplemente ha adoptado formas sutiles y, por lo tanto, se ha tornado invisible?

Ciencia, feminismo y economía

En el ensayo “Reflexiones sobre género y ciencia”, de Evelyn Fox Keller, la física, escritora y feminista estadounidense relata que tras una década en la que se dedicó por entero a su trabajo como biofísica matemática, a mediados de la década de los setenta y como si dijéramos de la noche a la mañana, un nuevo cuestionamiento empezó a cobrar forma en su cabeza: ¿En qué medida está ligada la naturaleza de la ciencia a la idea de masculinidad, y qué podría significar que la ciencia fuera de otra forma distinta? Luego de esto, Fox Keller recuerda que al momento de iniciar sus investigaciones sobre ciencia y género, un antiguo profesor suyo le pidió que le contara todo lo que había aprendido sobre las mujeres. Aquella pregunta la dejó atónita. ¿Por qué un estudio sobre ciencia y género sólo podría ser un estudio sobre las mujeres?. Si las mujeres se hacen, más que nacen, sin duda alguna lo mismo les ocurre a los hombres. Y también a la ciencia. “Porque ellos no se piensan ni se ven cómo género -podría haber respondido, seguramente Monique Wittig- género es la palabra que hemos tenido que inventar las que no nos ajustamos a su norma”

Lo que se encontraba implícito en la pregunta del profesor es la asociación históricamente omnipresente, entre lo masculino y objetivo y de manera más específica entre lo masculino y lo científico. Y el silencio, por parte de que la comunidad académica no feminista, sobre este tema, nos sugiere que la asociación de la masculinidad con el pensamiento científico tiene el estatus de un mito que o bien no puede o no debe ser examinado en serio. Si así fuera, esto entraría en conflicto con la calificación “neutral” que tenemos de ciencia. Neutral en términos emocionales, sexuales e ideológicos. Y aún así, la contradicción se encuentra presente, porque si la ciencia logró superar la función explicativa de los mitos, ¿qué hace conviviendo con uno de ellos?

Si bien es cierto que la mayoría de los que se dedican y se han dedicado a la ciencia, han sido hombres, para Evelyn Fox esta composición es más bien una consecuencia, y no una causa del dilema. Y encuentra su explicación, como diría Diana Maffia en su texto “Contra las dicotomías: feminismo y epistemología crítica”, en -como ya anticipa el título- las dicotomías. Una dicotomía implica un par de conceptos exhaustivos y excluyentes. Por ejemplo, en el par objetivo-subjetivo, exhaustivo quiere decir que entre los dos forman una totalidad y no hay nada más por fuera. Que además, sean excluyentes, indica que lo que pertenece a uno de los lados, no puede pertenecer al otro. Si algo es objetivo, no es subjetivo, y viceversa. Esta distinción no solo influye en nuestra forma de analizar la realidad y domina el pensamiento occidental, sino que, dicho par está sexualizado. En el trabajo citado, se esboza un listado de conceptos, agrupados en columnas, donde cada una de ellas está asociada a las características de lo femenino (columna derecha) y lo masculino (columna izquierda).

Fuente: “Contra las dicotomías…” (Diana Maffía, 2008).

Cuando pensamos en los rasgos universales de aquello llamado “ciencia”, estas características suelen identificarse con el lado izquierdo del par. Y aunque, como dice Diana, no les van a decir a las mujeres que no hagan ciencia […]. Nos van a decir, la ciencia es así (como si no fuera una construcción humana, sino el espejo cognitivo de la naturaleza), requiere unas condiciones privilegiadas de acceso (que casualmente son las masculinas), y si vos tenés otras condiciones no encajás en esto.

En el primer encuentro del curso sobre masculinidades “Las pollas asustadas”, organizado por Traficantes de Sueños, Antonio García García (profesor de sociología en la Universidad Complutense e investigador de las masculinidades ordinarias) comentaba que hasta el siglo XV y XVI los géneros se pensaban como una continuidad (no como iguales), y como procesos de degeneración jerárquicos. Dios, a través de un primer proceso de degeneración creaba a un hombre y, con un segundo proceso de degeneración, “concebía” a una mujer. Pero, hasta esta época, los varones y las mujeres eran los dos seres en el mundo con menos diferencias entre sí. Existía una idea de jerarquización, pero también de semejanza. Es a partir del siglo XVIII cuando se empieza plantear que el hombre es distinto de la mujer y son opuestos complementarios, lo que da lugar a entendernos como dicotómicos. Que lo masculino fuera asociado con “lo normal” condujo a una valoración cultural diferente entre hombres y mujeres.

Adentrándonos en el campo de la economía, si bien la definición de “Economía”, “Ciencia Económica” o el debate en torno a si la economía es una ciencia o no, excede al contenido de esta nota, la concepción mainstream de economía, nos remite indudablemente a la noción de mercado. El mercado, es un lugar racional donde agentes autónomos y anónimos con determinadas preferencias, interactúan unos con otros con el fin del intercambio. Estos agentes, toman sus decisiones de acuerdo con la maximización de una función utilidad sujeta a una restricción presupuestaria y el resultado de sus interacciones es la determinación de una asignación eficiente de bienes junto con un conjunto de precios de equilibrio.

Esta definición, que recoge la economista feminista Julie Nelson en “Gender, Metaphor, and the Definition of Economics” es cuestionable en tanto, no es inmutable. Por supuesto algunos colegas pueden verse así mismo como los creadores de un conocimiento que se aproxime a la Verdad (con mayúscula), pero la idea de que, en el fondo, es una construcción social no debería sorprender a nadie. La economía, como proyecto humano, refleja las limitaciones que tenemos para comprender una realidad que siempre está más allá de nuestro alcance. La economía, como proyecto social, refleja algunos puntos de vista, que favorecen al grupo que establece las reglas de la disciplina, y descuida otros. La ciencia económica ha sido socialmente construida para ajustarse a una imagen particular de masculinidad. ¿Y en qué se basaba esa imagen? ¿Sería acaso en torno a los BBVA (blancos, burgueses, varones, adultos, heterosexuales? ¿Y cuánto se ha modificado a lo largo del tiempo?

Algo que destaca Nelson a lo largo de su artículo, es que la economía, en tanto ciencia social, asume un papel “femenino” frente a las matemáticas y las ciencias físicas. El estudio del comportamiento humano es un tema que históricamente se ha visto como “más suave”. Sin embargo, dentro de las ciencias sociales, la identidad masculina de la economía está más afianzada. Así, uno de los pasatiempos favoritos de los economistas es ridiculizar la falta de “rigor” en las otras disciplinas. Clasificar una obra como “sociología” es una forma especialmente rápida y segura de silenciarla al sacarla del territorio de la conversación seria de los economistas.

Las razones por las que nuestra especialidad se percibe como masculina, para la economista, son varias. En primer lugar, una de ellas es el hecho de que la economía cuenta con una unidad de medida, el dinero, que facilita el análisis cuantitativo. Por otro lado, la economía se ocupa de los conceptos de individuo, actividad, elección y competencia que se identifican en nuestra cultura con la masculinidad. Por último, el número de mujeres con doctorado en nuestro campo es menor en comparación con otras carreras, incluso, en relación con aquellas ciencias “duras” tales como la matemática.

Si bien la ciencia en general (y la economía en particular) se han visto asociadas a la masculinidad, en “Estrategias feministas de deconstrucción del objeto de estudio de la economía”, Amaia Pérez Orozco detalla varios procesos a través de los cuales diferentes perspectivas, dentro de la economía feminista, están produciendo un cambio a partir de cuestionar la centralidad de los mercados, asociados a lo masculino y a la esfera de la producción.

El primero de estos intentos, se basa en el esfuerzo por validar y visibilizar la contribución de las mujeres a la economía. En el contexto del “debate sobre el trabajo doméstico” que tuvo lugar desde finales de los ’60 hasta principios de los ’80, el objetivo era mostrar que la ausencia de las mujeres del sistema económico era una falacia. Las mujeres estaban presentes, realizando trabajos de suma importancia, porque el trabajo doméstico era trabajo. De esta forma, la economía no eran sólo los mercados y el trabajo asalariado, sino también los hogares y el trabajo doméstico. A la esfera monetizada, se le añadía una esfera no monetizada donde las mujeres no estaban ausentes y, a medida que su incorporación al mercado de trabajo empezaba a aumentar, su presencia (o jornada laboral) se duplicaba. Este “descubrimiento” de los hogares y el trabajo doméstico cuestionaba, directamente, al concepto de trabajo. Si la remuneración (a cambio de realizar una tarea) ya no era un elemento distintivo del trabajo, ¿cómo podríamos definirlo entonces? Para Pérez Orozco, los esfuerzos que se han hecho por incorporar el trabajo doméstico en las nuevas definiciones de la actividad económica no logran necesariamente los objetivos feministas de descentrar a los mercados y revalorizar “el otro” femenino”. Por este motivo, su propuesta, consiste en hacer uso del término “sostenibilidad de la vida” que trasciende el binarismo jerárquico y androcéntrico del discurso económico y consiste en centrarse en las formas en que cada sociedad resuelve sus problemas de sostenimiento de la vida humana. La “sostenibilidad de la vida” implica preguntarse cuáles son las necesidades de las que se encarga (o se debería encargar) el sistema económico, y también tener presentes las relaciones de poder en tanto y en cuanto la actividad económica es vista como un proceso colectivo interdependiente (y no producto de agentes económicos que toman decisiones en aislamiento).

¿Qué hacemos con la masculinidad en la economía?

A lo largo de este escrito he intentado dar cuenta de qué es la masculinidad, qué implicancias tiene para la ciencia en general, la ciencia económica, y cuáles son las críticas que se han hecho desde los feminismos. Reconozco que, llegados a este punto, las conclusiones que puedo hacer al respecto son pocas. Como escuché decir a la Doctora en Filosofía, Danila Suárez Tomé, en respuesta a una pregunta que le hizo Mariano Arana durante el encuentro virtual “Epistemología crítica feminista”: No tengo respuestas, lo que hay son debates.

Por un lado, creo que como argumenta Jokin Aspiazu en una nota de Pikara Magazine (de la cual robé el título) el poner “ser hombre” a discusión es beneficioso por dos motivos: en primer lugar, porque el género es una construcción social que también afecta a los hombres y puede producir cambios e iniciar un sendero de deconstrucción interesante. En segundo lugar, porque los estudios sobre masculinidad nos animan a ampliar la mirada y esto puede ayudar a romper la asociación entre “lo masculino” y “lo universal” y a ubicarlo en el campo de las perspectivas de género y su contexto histórico, económico, colonial y social.

Pero además, creo que plantear este asunto resulta interesante por las formas en las que mujeres y hombres -y disculpen el binarismo- (estudiantes, graduadxs, etc.) se vinculan con la economía. Algo que me llamó la atención, en el poco tiempo que llevo escribiendo para Historias Económicas, es que cuando redactamos historias sobre economistas hombres, famosos y prestigiosos u organizamos talleres sobre ellos, los comentarios que recibimos y la participación en los cursos proviene, en su mayoría, de hombres. En cambio, cuando publicamos material con contenido feminista y, en particular, a partir de la nota Tomarse en serio a las alumnas, es ahí cuando aparece (o apareció, de manera notable) la participación femenina.

Todas aquellas que hayamos pasado (y estemos pasando, ya que nunca termina) por un proceso de deconstrucción sabemos que el feminismo no trae únicamente cosas buenas. Que sí, que el empoderamiento, la sororidad y la lucha colectiva están muy bien y son necesarias, pero ¿qué pasa con todo el dolor, el miedo, el malestar, los cuestionamientos y la toma de conciencia con las que tenemos que lidiar? ¿Cuánto cuesta digerir todo eso?

Al contrario de lo que pasa con las mujeres, para Aspiazu, a la hora de abordar el trabajo con hombres, a menudo se buscan espacios de seguridad y confort que acaban siendo improductivos a muchos niveles. Nos aferramos con demasiada fuerza a la concepción amable de la pedagogía, intentando generar espacios de comodidad como única fórmula para el aprendizaje y la toma de conciencia. Y ante la pregunta ¿qué hacemos con la masculinidad? plantea dos alternativas: abolirla (algo que como ya explicó Contrapoints en un video, parece imposible) o transformarla. ¿Y de qué manera podemos (pueden transformarla)? Apostando por la “incomodidad productiva”.

La apuesta por generar espacios de incomodidad productiva, proviene del convencimiento de que hacemos política cuando nos ponemos en peligro, cuando nos acercamos a una incomodidad de las que surgen cosas. E implica abrir espacios en los que poder hablar, pensar, y debatir con calma, pero sabiendo que de ellos no saldrán cómodos tranquilos, aliviados y sin culpa, sino con más preguntas, incertidumbres e inseguridades que al principio.

En línea con esta sugerencia, Antonio García García detallaba durante su exposición, cómo muchas veces cuando los hombres entran en un espacio feminista, a menudo, para ellos, solo hay dos opciones: o ser el más feminista, o retraerse hasta tal punto que no se pueda hacer y decir nada. Y ninguna de esas opciones es una salida. La clave está en pensarse siempre en contexto, qué privilegios tengo para hablar, para ser escuchado, para hacer, para deshacer, para no hacer nada, y hacerlo desde la escucha. Antonio ejemplificaba durante el taller, las “masculinidades distraídas”, para referirse a sí mismo. Para hablar de los hombres que deben distraerse de sus frustraciones, de sus vergüenzas y pasar un poquito de humillaciones, para poder interactuar o relacionarse desde otro sitio.

Quiero terminar este texto, confesando que si bien creo que “no todos los hombres son iguales” ni viven su masculinidad de la misma manera, lo que me llevó a escribir sobre este tema son los modos de relacionarse que algunos colegas economistas tienen con las mujeres (considerados, casi siempre, “aliados”). Para ellos, les tengo una noticia: la igualdad, que propone el feminismo y que muchxs celebran pues gracias a ella ganaremos todxs, es en parte, una mentira. Si el patriarcado supone una red de distribución desigual del poder, indefectiblemente alguien tendrá que perder con la igualdad. Y no sé hasta qué punto algunos compañeros son conscientes de ello. Para decirlo de forma clara, estoy hablando de renunciar a los privilegios, y no desde un gesto caritativo y opcional, sino como un acto político. Coincido con Rita Segato en que el patriarcado otorga privilegios a los varones, a la vez que los limita mediante (crueles) mandatos de masculinidad. Pero, tomando las palabras de, otra vez, Jokin: si el patriarcado nos afecta y nos oprime a todos y a todas, ¿quién es el patriarcado? Si todxs somos víctimas, ¿quién es el verdugo?

Lo que me empujó a escribir este artículo fueron infinitas preguntas, y ninguna certeza: ¿cómo explicarles a mis compañeros hombres, con los que comparto muchísimos aspectos ideológicos que, además de compartime papers de economía feminista pueden introducir, ellos mismos, una metodología feminista en sus análisis? ¿Cómo decirles, a los estudiantes, que resulta importante, no solo referenciarse en trabajos de varones aclamados, sino también en los aportes de mujeres invisibilizadas, y que también es su deber rastrearlas, si realmente buscan la igualdad? ¿Cómo enfatizar, que lo que escribió Claudia Sahm importa? ¿Cómo recalcar, que el hecho de que una mujer haga una pausa para hablar no significa que haya terminado? ¿Cómo distinguir, que invitarnos a participar, no siempre es incluirnos? ¿Cómo conversar, que su forma de ser hombres hace a su teoría, a su militancia, a sus enseñanzas y a sus aprendizajes aunque apenas lo noten? Porque por supuesto impacta en sus relaciones, en su desempeño laboral y en el lugar que ocupan en el mundo, pero, en definitiva, ¿cómo iniciar el debate acerca de que masculinidad(es), feminismo(s) y economía no son asuntos separados?

Kelley Temple, activista feminista de Reino Unido es bastante rotunda en este aspecto: Los hombres que quieren ser feministas no necesitan que se les dé un espacio en el feminismo. Necesitan tomar el espacio que tienen en la sociedad y hacerlo feminista.

Ansío, profundamente, que uno de esos espacios, sea el de la economía.

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