Tomarse en serio a las alumnas

Historias Económicas
9 min readOct 4, 2020

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*Por Samantha Vaccari

El viernes 2 de octubre a las 21.23, mientras me encontraba sacando al perro en su paseo nocturno, un correo electrónico ingresó en mi bandeja de entrada. Hola Samantha, tu nota del final remanente de DCB es un 8 (ocho). Saludos.

Para aquellos que no estén familiarizados con la nomenclatura de las materias de la carrera de Economía, DCB son las siglas de Dinero, Crédito y Bancos y aquel mail breve, escueto y conciso, significaba que mi vida como estudiante de Licenciatura en Economía había llegado a su fin. Aquel viernes 2 de octubre, a las 21.23, en una calle semidesierta y mal iluminada, con el celular en una mano y la correa del perro en la otra, me recibí.

Horas antes, aquel mismo día, había asistido a una clase en la que me nombraron Ayudante de Cátedra y a una conferencia sobre Macroeconomía de forma virtual, dada la cuarentena. En ambos espacios noté, sin sorpresas, algunos hechos compartidos: las mujeres, en calidad de estudiantes y espectadoras participaban menos que los hombres. Preguntaban, más que opinaban, y su silencio era, por momentos tan notorio que, los expositores (y el docente) pedían que aumentara la participación femenina, a la vez que menguara (de ser necesario) la masculina.

Habría sido necesario utilizar muchas hojas y lapiceras de haber querido contabilizar las veces que experimenté este tipo de situaciones a lo largo de la carrera. Lo más sensato, seguramente, habría sido volcarlas en un excel que me permitiera sumar, multiplicar y graficar las voces, los cuestionamientos y los silencios de las mujeres en las aulas. De mi silencio. De una ausencia privativa y autoimpuesta, que a lo largo de estos años catalogué de todo tipo de maneras: falta de autoestima, falta de confianza, falta de empoderamiento, timidez, vergüenza. Un problema personal que debía resolver por mi misma, porque era yo la que ocultaba su propia voz, al igual que eran mis compañeras, las que escondían las suyas.

Desde hace poco, y gracias a una buena dieta a base de lectura, empiezo a reconocer que no se trata de un problema individual, sino de un fenómeno colectivo. En un artículo de la revista Pikara descubrí que mi problema tiene un nombre, y se llama síndrome de la impostora. Se trata de la angustia que experimentamos ante cada error que podemos cometer y que muchas veces nos bloquea y nos impide continuar. Por supuesto, estoy segura de que no somos únicamente las mujeres quienes nos sentimos de esta forma. Bojack Horseman, protagonista de la serie homónima, es un un claro ejemplo de ello y es mitad hombre, mitad caballo, y ante todo, un dibujo animado. Pero sí coincido con el artículo en que somos las mujeres quienes más lo padecemos, y por eso me parece bien que se lo nombre en femenino. Impostora.

La nota de Pikara, escrita por Sara Plaza Serna, repasa ciertos relatos acerca del síndrome de la impostora en el campo de la literatura. Si bien mi rama de estudio se encuentra muy lejos del ambiente literario y las dinámicas de socialización allí presentes, la bibliografía a la que accedí a partir de este artículo parecía estar hablando de mi experiencia como estudiante de Economía en primera persona. En particular “Tomarse en serio a las alumnas” un ensayo de Adrienne Rich publicado en 1978, me hizo reflexionar sobre varias cuestiones que no había tenido presente — o no había podido enunciar con claridad — hasta ahora.

En primer lugar está la mentira de la igualdad. Durante mucho tiempo creí que la educación que yo estaba recibiendo era exactamente igual a la de mis compañeros varones. Ambos teníamos los mismos profesores, nos quejábamos de sus maneras de enseñar o calificar, y por supuesto del Plan de Estudios que, en general, no satisfacía a nadie. Tardé varios años — y no fue hasta que cursé Economía y Género — en tomar consciencia de que esto no era así. El hecho de no leer autoras mujeres, ni tan siquiera mencionarlas, no postular una economía con perspectiva de género y no tener casi docentes mujeres otorgaba un reconocimiento a los hombres a la vez que invalidaba a las mujeres. A la vez que me invalidaba a mí. El mensaje, dice Rich, es que los hombres han modelado y pensado el mundo, y que esto es muy natural. Si los textos que nos proporcionan tienen un sesgo blanco, masculino, racista y sexista, la educación que recibimos también la tiene. Y si dicha educación favorece a unos y perjudica a otros, la igualdad tan solo existe en un mundo de fantasía.

En segundo lugar está la falta de contexto. Nunca, desde que inicié mis estudios, me planteé qué necesitaba saber una mujer. Qué necesitaba saber acerca de su (nuestra) historia, de los trabajos realizados por mujeres en el pasado, de los movimientos organizados contra la opresión, de las luchas y reivindicaciones históricas y de un largo etcétera. Sin ese conocimiento, y ante esta falta de contexto las mujeres hemos sido vulnerables ante distintas proyecciones, fantasías y recetas masculinas dirigidas, y muchas veces alimentadas por nosotras mismas. Y no se trata de que la educación no haya enfrentado estas actitudes, sino que se ha erigido como cómplice, en todo momento y lugar. Así, son muchas las compañeras que señalan que las mujeres en la historia de la economía somos pocas y que nuestros aportes no han sido tenidos en cuenta, desconociendo que Milton Friedman desarrolló sus investigaciones junto a Anna Schwartz, o que Joan Robinson fue quien esbozó la existencia de mercados imperfectos, o que Alfred Marshall, a quien se le adjudica el éxito de la revolución marginalista, escribió su obra más importante en conjunto con su esposa, Mary Paley. Por favor, no me malinterpreten. No quiero decir con esto que las mujeres nos encontremos en igualdad de condiciones ante los hombres en el campo académico, o que los reclamos acerca de la invisibilización de las mujeres en la economía no sean válidos, yo misma los hago. Lo que intento señalar es que quizás no estemos poniendo el foco como debiéramos en la falta de provisión de este conocimiento por parte de las instituciones educativas que transitamos. La forma en que yo he podido acceder a este tipo de conocimiento fue en la materia Economía y Género, una asignatura optativa que dura un cuatrimestre y cuyo programa resulta sumamente extenso. Recuerdo que al momento de cursarla, un par de años antes de que el feminismo inundara (brevemente) las pantallas de televisión de nuestro país, algunos varones se anotaban con el pretexto de que era “robo” (fácil de aprobar) o “falopa” (algo lindo con lo que entretenerse, pero poco serio). Adrienne Rich señala que estas asignaturas suelen estar precariamente financiadas (en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA las docentes de esta materia, ni siquiera cobran) y tolerado con condescendencia. El mensaje que reciben desde arriba les dice que eso es autocomplacencia, educación «blanda»: el «verdadero» conocimiento reside en el estudio de la humanidad, identificada con su parte masculina.

En tercer lugar está el miedo. Las mujeres somos conscientes de que no somos libres cuando caminamos por la calle. De que nuestra existencia y nuestra integridad física puede ser vulnerada en cualquier instante. Y todos sabemos que pensar, hablar y escribir implica, desde un primer momento, asumir riesgos intelectuales. Que el hecho de afirmar y defender nuestras ideas es inseparable de nuestra manera de estar en el mundo. Luego, ¿cómo no tener miedo?
Y no se trata de irse antes de la biblioteca porque se está haciendo tarde y solo Dios-sabe-lo-que-te-puede-pasar. Se trata de que si durante toda mi vida aprendí a vivir con miedo, ¿cómo librarme de él a la hora de exponerme? No es el mismo tipo de miedo el que siento por la calle que el que siento a la hora de presentar un trabajo delante de un número considerable de hombres blancos heterosexuales. Pero sí es un tipo de miedo. Miedo a no dar la talla. Miedo a ser juzgada. Miedo a no cumplir con las expectativas que han depositado sobre mí, sea cuales sean. Y he de confesar que, de entre todas las experiencias posibles la mía es una de las más afortunadas. No puedo decir que haya sufrido acoso por parte de ningún docente o algún tipo de violencia verbal. Nunca me han humillado en un aula y en más de una ocasión hombres adultos y respetados han elogiado mis logros. Pero muchas sí pueden decirlo. En el año 2018 una denuncia de la Comisión de Mujeres de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, contra un profesor de Teoría Contable, destapó nuevamente un problema estructural con el que habíamos convivido durante años. Me pregunto si las chicas que sufrieron acoso por parte de él pudieron volver a las aulas, participar de los debates, opinar y preguntar con la misma libertad con la que nuestros compañeros hombres lo hacen.

Por último, y en relación a este punto, considero que una parte importante de este miedo, también tiene que ver con cómo se producen los debates en los medios de comunicación últimamente. Basta con introducir el nombre de un famoso economista liberal en Youtube junto a la palabra “destroza” para una muestra. Los gritos, los insultos, el clickbait y los efectos de sonido, nos sumergen en una realidad donde “debate” es sinónimo de “enfrentamiento”, y solo puede haber un vencedor. En este mundo, nadie está a salvo.

Más allá de permitirme ubicar en tiempo y espacio mi problema, estas discusiones internas me ayudaron a pensar en el qué hacer de las mujeres con pretensiones académicas dentro de la Economía, y de aquellos que quieran aumentar la participación femenina en sus aulas.

Por un lado creo que la docencia es una herramienta estratégica. Ocupar un espacio al frente de un aula siendo conscientes de estas problemáticas nos permitiría, no solo ampliar la bibliografía y aportar una mirada feminista a los contenidos, sino ejercer un trato distinto con las alumnas. La idea es, de nuevo, de Rich: podemos ser más exigentes con nuestras alumnas y «azuzarlas intelectualmente» como se hace con los varones, pero con un estilo y un contenido distintos. No se trata de pedir a las mujeres que intervengan, de forma vaga y general en los debates, sino en traer sus trabajos, sus ideas, y razonamientos como un insumo extra al dictado de las clases. Los trabajos prácticos pueden servir para algo más que para poner una nota, y las listas de alumnes para algo más que para tomar asistencia.

Al mismo tiempo, creo que como estudiantes es necesario cambiar nuestra relación con nuestras compañeras. En mi último cuatrimestre, al entregar un trabajo final, otra alumna del curso me escribió por WhatsApp para felicitarme y decirme lo mucho que le había gustado. Para mí, ese mensaje fue más importante que la calificación (buena) que me dió la persona a cargo del curso. Y me hizo pensar en lo poco que yo había tenido ese gesto con otras mujeres a lo largo de la carrera. De hecho, nunca lo había tenido, más allá de con mis amigas o las chicas que me caían bien. A menudo las mujeres nos apoyamos las unas a las otras cuando hay conflictos, o en momentos de organización política (feminista). Pero, ¿nos apoyamos en la misma medida en los espacios intelectuales? Si bien existen espacios de mujeres en nuestra facultad, ¿existen espacios académicos de mujeres? Con esto no quiero decir que se debería volver a los colegios femeninos y masculinos, hacer secta a parte y encerrarnos a leer a les autores que consideremos pertinentes con la tranquilidad y la comodidad de hacerlo en femenino. No obstante, estoy convencida de que la salida nunca será individual. Si mi temor a hablar en público pudiera solucionarse con terapias, pastillas o hipnosis dicha experiencia no sería representativa ni modificaría nada del orden establecido. Mi ejemplo, no habilitaría a nadie a llegar a donde yo llegué. Como dice, una vez más, Rich, basta con observar un aula. Así como existen redes de contención a distintos niveles, creo que sería sumamente útil construir una red de contención en este. Discutir, exponerse y pensar con personas con las que se comparte una vivencia y opresión sistémica podría ayudarnos a sabernos menos solas. Quizás vaya siendo hora de formar grupos de nerds, ansiosas por dar la batalla en el aula, en el paper y en todo lo demás también.

Algunos podrán pensar que se trata de una discusión propia de una chica blanca, heterosexual de clase media, y que los fantasmas solo habitan en nuestras cabezas. Lo sé y discrepo. Lo que se piensa, tiene efectos en lo que se hace. Y si las condiciones materiales de existencia dependen de aquellos que idean y planifican la economía, es allí donde tenemos que estar. Es allí donde tenemos que hablar. Es allí a donde debemos llegar. Y no será dudando de nuestros conocimientos, aptitudes o proyectando el fracaso. Nunca lo será.

Adrienne Rich, 1978.

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